El costado más humilde de Peque Schwartzman: las carencias que pasó de niño y las pulseritas que vendía su mamá para costear su carrera

Las necesidades que superó el flamante semifinalista de Roland Garros y top ten

La vida de Diego Schwartzman se desarrolló como la de cualquier chico o, tal vez, no como la de cualquiera. A los 4 años cambió el patio y el cucharón de sopa de su abuela, con la que golpeaba la pelota de tenis contra la puerta de la cocina, por una raqueta de tamaño regular y el Club Náutico Hacoaj, en donde la puesta de sol lo sorprendía en aquellos primeros años con botines, la indumentaria del Barcelona y una vincha de Wimbledon, golpeando la misma pelota pero contra un frontón.
El fútbol era la alternancia deportiva con el tenis, en los primeros años de Peque. Terminaba uno para comenzar otro, pero en ningún caso prefería la escuelita, debían jugarle solo a él. A los 8 años comenzó a destacarse y su madre, que engarzaba el asesoramiento sobre cortinados con comentarios que auguraban la proyección tenística que, con el tiempo, su hijo tendría, lo recomendaba detrás de su amplia sonrisa: “Seguilo y acordate, porque él va a ser bueno de verdad”. Los años pasaron, pero el recuerdo quedó y fue esa misma anécdota con la que un periodista lo presentó a Diego en la Legislatura porteña, cuando recibió la distinción de Personalidad Destacada del Deporte de la Ciudad de Buenos Aires.
Pero entre ese galardón y los primeros torneos en menores y juveniles, por Argentina, sucedieron muchas cosas a su alrededor. “Algunas no las noté y muchas otras no me las hicieron sentir mis padres”, dice hoy Diego, recordando esos tiempos. Es que su familia pasó de estar en una posición de familia clase media acomodada a un colapso empresarial y matrimonial, que casi lleva al divorcio de sus padres, que ya contaban con 3 hijos (Andrés Nicolás, Natalie y Matías). Con 30 años, su madre queda embarazada de un cuarto hijo (Peque), pero “a esa altura se nos hacía imposible, porque no teníamos para comer, literal”, cuenta Silvana. 10 días antes del nacimiento de Diego, la familia se vio en la necesidad de entregar el departamento en el que vivían, para poder obtener dinero, pagar los gastos del parto y tener para comer.
 

Diego Schwartzman durante el encuentro ante Dominic Thiem por los cuartos de final de Roland Garros (REUTERS/Gonzalo Fuentes)
Tiempo después, de aquella beca para poder jugar en Hacoaj pasó a disputar torneos G3 y hubo que tratar de conseguir recursos. Fue así como el “Zorrito”, como le dice a Ricardo, su padre, tuvo la visión de comenzar a fabricar un tipo de pulseritas que su esposa, posteriormente, vendería. En un G1 en Macabi, Ricardo le preguntó a Fede Coria, que había llegado de una gira por América, qué eran esas pulseritas. “Son las pulseras de Livestrong y están muy de moda”, le respondió y dio origen a la idea. A partir de allí, mamá Silvana partía a cada torneo en el que jugaba Diego con unas 3.000 o 4.000 pulseras con logos de diferentes marcas conocidas, por las que, obviamente, no se había pagado royalty. “La mamá de Schwartzman, el de rulo”, era la respuesta que recibía cualquier chico que preguntaba a quién le podía comprar esas pulseritas. “Millones vendíamos” y con eso se costeaban los viajes por Argentina del Peque.
Eran tiempos en los que hasta el espacio era un lujo. En una ocasión tuvieron que irse de un hotel porque no podían pagarlo, en otro, estaba todo tan junto en la habitación que, cuando Diego se bañaba, la cama de la madre se mojaba. Sin embargo, a esa realidad la confrontaban con una sonrisa y educación a ese hijo al que muchos lo creían distinto. La única exigencia que tenía el actual Top Ten era un televisor en el cuarto de hotel y jugo de naranja para el desayuno y, tal vez, un alfajor de primera marca.
Los problemas continuaron. Llegó la ropa prestada y el ahogo económico. Cuando Diego cumplió 13 años, la situación económica les permitió a sus padres comprar un automóvil usado, así apareció el Taunus, un vehículo que aterraba de vergüenza a Peque, por el estado en que se encontraba. Tanto es así, que Diego esperaba a que no haya nadie cerca para subir o bajar de él sin que lo vieran.
Hubo mucha gente de Hacoaj interesada en apoyarlo económicamente, pero ninguna cumplió. Tuvieron el apoyo del entrenador Fabián Blengino y, algún tiempo después, una oferta de Dudi Sela, ex tenista israelí, para que Diego representara a Israel. “Se les acaban los problemas, a él y a tu familia”, pero lo mantuvieron como plan B. La AAT no lo apoyaba, porque estaba fuera de los 3 ó 4 mejores del ranking nacional y su carrera de Junior la transitó por fuera de esos equipos y bajo su propio costo. Luego apareció un grupo inversor (el mismo que ayudó a Pablo Cuevas), que hasta el día de hoy lo apoya y acompaña en cuanto torneo puede y que es casi parte integral de su familia.
Ha sido largo ese camino recorrido desde aquel frontón en donde su padre Ricardo le tiraba la pelota para que intentara hacer sus primeros golpes a este joven que pisa con autoridad la cancha de cualquier torneo sin importar quién esté del otro lado de la red. Bajando por el ascensor, luego de la derrota que Peque le infligiera a Thiem, a un fotógrafo inglés se le filtra desde el barbijo: “Me gusta Schwartzman, juega muy bien, no le importa su estatura y está siempre sonriente”. Ese comentario es un factor común en todos los que, en alguna medida, han reparado en la presencia de Diego Sebastián Schwartzman, semifinalista de este Roland Garros, en pandemia.